De todos los males posibles, el más doloroso proviene del amor. De la enemistad o la competencia lo esperamos todo. No sorprende que nos ataque un rival, ni que nos menosprecie uno que siempre nos ha mirado de arriba a abajo. No me maravilla que me ignore el que nunca me ha reconocido. El fuego del adversario, la lanza del enemigo y el insulto del que te envidia pueden ser dolorosos, pero son previsibles: damos por sentado que siempre hay alguien -vecino o competidor- que no nos puede ni ver. Este tipo de odio, por venenoso que sea, no penetra corazón adentro.
Es mucho más dolorosa la traición de un amigo, la burla de la enamorada, la agresión del amante. Y no es necesario que vayamos tan lejos: un beso falso, una caricia hipócrita, puede dejar una marca más duradera que la herida de un enemigo. Dejan cicatriz en el corazón el olvido del padre, la indiferencia del hijo, el adulterio del marido, el menosprecio de la amante. El otro día una chica estaba desconsolada. Tenia que visitar una ciudad donde vive una amiga suya y la llamó unos días antes para quedar y verse en un bar a charlar un rato. Diez minutos antes de la hora de la cita, la amiga le dijo por teléfono que estaba cansada, que ya se había puesto el pijama y que no le apetecía salir a la calle. Han pasado días, pero aquella chica no se ha rehecho de la decepción: la que imaginaba amiga prefiere la comodidad al reencuentro de la amistad.
Entre el odio y el amor, bien lo sabemos, no hay ni mucho menos una muralla, ni siquiera una pared. Entre el odio y el amor hay solo una capa de cebolla: transparente, sin fuerza. Rompemos esta capa cada dos por tres en pequeños detalles que van marcando el corazón, cicatrices que no se olvidan.
Ya no quiero más dolor, más marcas, más pequeñas cicatrices en mi corazón, quiero vivir feliz y contento, pero no puedo evitar que me marques a fuego por dentro.
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